martes, 25 de diciembre de 2012

De cómo descubrimos la Nochebuena


Un capítulo de Siempre nos quedará Madrid alusivo a estas fechas:

De cómo descubrimos la Nochebuena

Una de las más frecuentes causas del insomnio nativo ante la presencia de inmigrantes es la amenaza de que la importación de tradiciones representa para los usos locales. En ese aspecto la pequeña tribu que empezaba a reunirse en la buhardilla de León 3 ofrecía muy poco peligro. En cuestión de hábitos no era mucho lo que podíamos importar: las costumbres que traíamos en casi ningún caso alcanzaban para componer una tradición. Más bien estábamos ávidos por adquirir tradiciones que nunca habíamos tenido. La Nochebuena, por ejemplo.
No sólo habíamos crecido de espaldas a la religión de nuestros padres y abuelos (de la que ellos habían abjurado como parte de su proceso de entrega espiritual a la Revolución): todos los hábitos asociados a la antigua fe habían desaparecido como parte de los daños colaterales del nuevo fervor nacional. Casi ninguno de nosotros estaba bautizado y celebraciones como la Navidad, el día de Reyes, la Semana Santa o la Noche de San Juan apenas se conservaban en la memoria intermitente de nuestros abuelos. En esta parte de afuera del mundo conozco a muchos para quienes la alegría forzosa de la Navidad resulta una abominación. A mí mismo no me atrae especialmente ahora que la excitación de mis hijos la ha convertido en obligatoria, pero prefiero rendirme antes de hacerle resistencia. No obstante, para aquellos que se sientan abrumados por el frenesí de las compras y los villancicos interminables en la radio, hay una solución radical aunque difícil de llevar a cabo: en época de Navidad, viajen a los días de mi infancia, a ese tiempo en el que mis oídos nunca se vieron hollados por un villancico. Y si no pueden viajar a ese tiempo al menos imagínenselo.En aquella década del setenta sólo unos pocos se atrevían a celebrar la Nochebuena. Consumir carne de cerdo y cerveza la noche del 24 de diciembre era un modo de señalarse ante el vecindario, un desafío, proclamar que no se estaba integrado.
“Integrado”.Ésa era la palabra que se usaba en aquellos días. Integrado significaba pertenecer a las organizaciones oficiales básicas, asistir a las reuniones y a los llamados al trabajo voluntario en la ciudad y en el campo, ser parte de las milicias, cumplir turnos de vigilancia nocturna y un denso y laborioso conjunto de obligaciones encaminadas a demostrar su entrega en cuerpo, pero sobre todo en alma, a la Revolución, esa madre celosa que no toleraba fidelidades compartidas. Y menos con Dios. “Integrado”, en puridad, no se aplicaba a los apasionados de la nueva fe sino a los que se limitaban a observar los rituales para alejar toda sospecha de herejía. No estar integrado suponía quedar fuera del juego, resignarse a estar bajo observación el resto de la vida, renunciar a ascensos y reducir las posibilidades universitarias de los hijos a las pocas carreras que podían aceptar estudiantes que no compartieran una “concepción científica del mundo”. Comer cerdo asado un 24 de diciembre parecía incapacitarte de por vida para entender la teoría de la evolución de las especies, aceptar la lucha de clases como eje y motor de la Historia, comprender los principios de la plusvalía. A quienquiera que hubiera decidido castigar a los que celebraban la Navidad no le faltaba razón. Comer cerdo asado en la víspera del cumpleaños del Hijo de Dios no podía ser un gesto inocente cuando había tanto en juego. Por poca relación lógica que se pueda encontrar entre la carne de puerco y el nacimiento de Cristo, aquellos que festejaban la Nochebuena en los setentas cubanos estaban más cerca del cristianismo minoritario y clandestino de los orígenes que el resto de sus contemporáneos occidentales. Y a falta de leones ahí estaban los policías y los chivatos que en cada manzana remedaban la omnipresencia de Dios.No fue hasta finales de la década siguiente que la gente en la isla comenzó masivamente a girar los ojos hacia Dios o en su defecto, a sus franquicias terrenales. Cuando tres años después de mi partida de Cuba oficialmente levantaron su prohibición, hacía tiempo que la Nochebuena se celebraba en todas partes sin la discreción de antaño. Para mí ese retorno místico y ritual había llegado demasiado tarde. Mi conexión con cualquier fe, el plug que me enchufaba con la divinidad había quedado definitivamente jodido. Tras mis primeros veinte años ateos, me sentía incapacitado para enchufarme con Él. Aun así me esforcé en cumplir ciertas ceremonias como gesto de desafío, una manera de desertar de las huestes de los “revolucionarios” y hasta la de los “integrados”. La celebración de la Nochebuena fue para mí también la de la pérdida de la fe (la fe en la Revolución quiero decir) que me acompañaba desde niño.La primera Nochebuena que intenté celebrar no incluyó cena familiar. Ese 24 de diciembre, al salir del teatro, un impulso repentino me llevó hasta la Misa del Gallo en la Catedral de La Habana. Quizás ese impulso nacido de la curiosidad, el aburrimiento y el deseo de hacer algo distinto, de desintegrarme –me dije- también conducía a la fe. Al llegar a la catedral me encontré con un tumulto borracho y escandaloso sobre el que apenas se dejaban escuchar palabras sueltas del obispo. Si en algún momento durante el trayecto desde el teatro hasta la catedral había tenido un acceso de fe, se me pasó al atravesar el umbral y respirar la mezcla de incienso y eructos de alcohol. Me fui enseguida de allí con la primera conocida que encontré. Estaba borracha. Borracha y cariñosa así que terminamos haciendo el amor si es que ese concepto es aplicable a tener sexo de pie en la acera de un barrio poco transitado. Más que la llegada de Nuestro Señor Jesucristo parecíamos estar celebrando algún rito dedicado a asegurar la fertilidad.
Para redondear mi apoteosis pagana aquella noche también estuvo presente el fuego. Luego de llevar a la chica a su casa y de regreso a la mía el chofer del autobús en que viajaba señaló a otro que marchaba a unos cien metros delante del nuestro. Echaba humo negro y pastoso por un costado. El roce de un neumático trasero con el guardafangos había calentado el primero, nos explicó el chofer. Medio kilómetro más adelante la humareda se había convertido en incendio. Los pasajeros de mi autobús bajamos a contener el fuego con baldes de agua que nos empezaron a ofrecer los vecinos del lugar como si se hubiesen pasado la noche en vela esperando algo así. (Si alguna vez he estado cerca de la muerte –al menos con plena conciencia― fue esa madrugada dentro del autobús en llamas tratando de sofocarlas antes de que llegaran al tanque de gasolina). Cuando conseguimos reducir el incendio a puro vapor de agua los bomberos no habían aparecido todavía.No puede llegar a contarse como primera Nochebuena, pero al menos estuvo bastante movida.Con ese sentido de la oportunidad tan típico en mi familia, empezamos a celebrar la Nochebuena en la peor época posible. Conseguir carne de puerco había pasado de ser una empresa difícil a quimera pura. En una de aquellas primeras ocasiones, mi padre no encontró otra cosa que llevar al banquete navideño que jutías. Para los que no estén familiarizados con la fauna caribeña, una jutía es un roedor salvaje con el tamaño y el aspecto de una ardilla aunque con pelaje más escaso y oscuro y una cola desnuda y fina. Dicho de otra manera, es lo más parecido a una rata grande y atlética. Las que trajo mi padre aquella Nochebuena ni siquiera tenían un buen sabor. Por ganas que uno tenga de reconectarse con las tradiciones familiares o con el Supremo Creador, el plato principal de Nochebuena no debe tener ese dejo silvestre de un roedor cazado en una ciénaga. La cena para celebrar el Nacimiento de Nuestro Señor debe saber mejor que el resto de la vida.
Las Nochebuenas siguientes fueron mucho mejores. Nos reuníamos en casa de los abuelos y comíamos como Dios manda. Menú sagrado: arroz blanco, frijoles negros, cerdo asado, yuca hervida.El vino no era bueno. Lo hacía yo mismo y sabía a vino de jutía.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Nada chico sin tradiciones solo queda..reinventarlas.....me acuerdo que antes del 67 habia nochebuenas y fin de año incluso por esa epoca a algunos privilegiados nos caian...unas cestas con vinos quesos y frutas exoticas...etc..tambien en la bodega por aquel entonces vendian por la libreta algunas cosas por navidad.......creo que el 67 no hubo "navidad" ni fin de año por la muerte del Che en el 68 no se cual fue la causa y despues creo que dieron la justificacion del esfuerzo decisivo en la zafra...y asi la tradicion cristiana de reunirse la familia y compartir la cocina y la cena se convirtio en una cosa obsoleta por muchos años y se mitifico entonces la celebracion revolucionaria esperando el año nuevo con los triunfos logrados por la revolucion el año anterior y los exitos por venir en el nuevo año basada en el mojon de la revolucion....

Inesita Correcalle dijo...

He soltado las lágrimas (de risa, no de tristeza) con esto de tu primera Nochebuena. Este también va para la colección de los que guardo. Pregunto también cómo otro visitante: ¿No vas a hacer el resumen del año?
Felicidades por estas fiestas y gracias por hacerme reír en este 2012 que casi ha sido un "annus horribilis" (que no es un ano feísimo, conste).