lunes, 25 de marzo de 2024

Deja vu all over again

 


Mi mujer relee El mundo de ayer de Stefan Zweig y me llama la atención sobre un fragmento. En la descripción de la actitud que primaba en el período que sucedió a la Primera Guerra Mundial son obvios los paralelos que se dan con nuestra época. Hay diferencias, no obstante. Como que la revuelta de ahora -con toda su iconoclasia contra los viejos valores- viene alentada en el fondo por una actitud más conservadora, menos audaz en la experimentación artística y más represiva en todos los sentidos. Me llama la atención por un lado la revuelta contra la sintaxis o que Zweig mencionara el elemento cubano, junto al "negroide" como esenciales para la revolución musical que se produjo entonces. Entonces y ahora se nota el mismo cansancio por el viejo liberalismo burgués y el deseo de dinamitarlo no solo en lo político sino en cada detalle de su idea de civilización y en considerar la propia civilización como una mala palabra dedicada a encubrir crímenes. Entonces y ahora se ven el fascismo y el comunismo como las únicas soluciones posibles. Con otros nombres, claro, porque está feo que un siglo después se repitan las soluciones que tan mal salieron la primera vez. Al menos con sus mismos nombres. 


La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Con ella había de empezar un mundo completamente nuevo, un orden completamente diferente en todos los ámbitos de la vida. Y, naturalmente, los comienzos fueron impetuosos, exagerados y hasta brutales. Todos y todo lo que no era de la misma edad era considerado como caduco. […] En las escuelas, siguiendo el modelo ruso, se creaban sóviets escolares que controlaban a los maestros e invalidaban los planes de estudio porque los niños debían y querían aprender sólo aquello que les venía en gana. Por el simple gusto de rebelarse se rebelaban contra toda norma vigente, incluso contra los designios de la naturaleza, como la eterna polaridad de los sexos. Las muchachas se hacían cortar el pelo hasta el punto de que, con sus peinados a lo garçon, no se distinguían de los chicos; y los chicos, a su vez, se afeitaban la barba para parecer más femeninos; la homosexualidad y el lesbianismo se convirtieron en una gran moda no por instinto natural, sino como protesta contra las formas tradicionales de amor, legales y normales.

Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias y, desde luego, también el arte. La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua. Se suprimieron los artículos determinados, se invirtió la sintaxis, se escribía en el estilo cortado y desenvuelto de los telegramas, con interjecciones vehementes; además, se tiraba a la basura toda literatura que no fuera activista, es decir, que no contuviera teoría política. La música buscaba con tesón nuevas tonalidades y dividía los compases; la arquitectura volvía las casas del revés como un calcetín, de dentro a afuera; en el baile el vals desapareció en favor de figuras cubanas y negroides; la moda no cesaba de inventar nuevos absurdos y acentuaba el desnudo con insistencia; en el teatro se interpretaba Hamlet con frac y se ensayaba una dramaturgia explosiva. En todos los campos se inició una época de experimentos de lo más delirantes que quería dejar atrás, de un solo y arrojado salto, todo lo que se había hecho y producido antes; cuanto más joven era uno y menos había aprendido, más bienvenido era por su desvinculación de las tradiciones; por fin la gran venganza de la juventud se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros padres. Pero en medio de este caótico carnaval, ningún espectáculo me pareció tan tragicómico como el de muchos intelectuales de la generación anterior que, presas del pánico de quedar atrasados y ser considerados «inactuales», con desesperada rapidez se maquillaron de fogosidad artificial e intentaron, también ellos, seguir con paso renqueante y torpe los extravíos más notorios. Honrados y formales académicos de barba blanca repintaban sus «naturalezas muertas» de antes, ahora invendibles, con dados y cubos simbólicos, porque los directores jóvenes (en todas partes los buscaban jóvenes ahora, y cuanto más jóvenes mejor) retiraban todos los demás cuadros de las galerías por demasiado «clasicistas» y los llevaban al depósito. Escritores que durante décadas habían escrito en un alemán claro y cuidado ahora troceaban obedientemente las frases y se excedían en el «activismo»; flemáticos consejeros privados de Prusia daban lecciones sobre Karl Marx; antiguas bailarinas de la corte interpretaban, casi completamente desnudas y con «fingidas» contorsiones, la Appassionata de Beethoven y la Noche transfigurada de Schonberg. Por doquier la vejez corría azorada en pos de la última moda; de repente no había otra ambición que la de ser joven e inventar rápidamente una tendencia más actual que la de ayer, todavía actual, más radical todavía y nunca vista.

¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de aquellos años en que, con la mengua del valor del dinero, todos los demás valores anduvieron de capa caída en Austria y en Alemania! Una época de delirante éxtasis y libertino fraude, una mezcla única de impaciencia y fanatismo. Todo lo extravagante e incontrolable vivió entonces una edad de oro: la teosofía, el ocultismo, el espiritismo, el sonambulismo, la antroposofía, la quiromancia, la grafología, las enseñanzas del yoga indio y el misticismo de Paracelso. Se vendía fácilmente todo lo que prometía emociones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes, la morfina, la cocaína y la heroína; los únicos temas aceptados en las obras de teatro eran el incesto y el parricidio y, en política, el comunismo y el fascismo; en cambio, estaba absolutamente proscrita cualquier forma de normalidad y moderación. Con todo, no quisiera haberme visto privado de esa época caótica, ni en mi vida ni en la evolución del arte. Avanzando orgiásticamente con el primer impulso, al igual que toda revolución espiritual, limpió el aire enrarecido y sofocante de lo tradicional, descargó las tensiones acumuladas a lo largo de muchos años y, a pesar de todo, sus osados experimentos dejaron iniciativas muy valiosas. Aun cuando sus exageraciones nos sorprendían, no nos creíamos autorizados para censurarlas y rechazarlas con arrogancia, porque en el fondo esa nueva juventud intentaba enmendar (aunque con demasiado ardor e impaciencia) lo que nuestra generación había descuidado por prudencia y distanciamiento. El instinto les decía que la posguerra tenía que ser diferente de la preguerra y, en el fondo, tenían razón. Todo eso de los nuevos tiempos, de un mundo mejor, ¿no lo habíamos querido también nosotros, los mayores, antes y durante la guerra?

viernes, 15 de marzo de 2024

La Verdad y el Bien en el aula*



Frente al eterno problema de la incertidumbre (incertidumbre ante la naturaleza, el universo, ante el insistente dilema que nos presenta obrar bien o mal) la humanidad ha respondido con dos actitudes básicas: la curiosidad y la fe. La curiosidad —o el amor por la verdad que se ignora, diría un filósofo— nos ha proporcionado el fuego, las artes, las ciencias y todo tipo de perversiones y vicios. La fe en cambio nos ha dado la magia, las religiones y una amplia gama de ideologías y fanatismos. Brújulas distintas que nos guían de manera que la extrañeza del mundo se nos haga controlable, apetecible o familiar. Para ayudarnos a distinguir y elegir lo bueno o lo verdadero.

Sobre esto último hay quienes piensan que basta elegir lo que creemos bueno para ya dar con lo verdadero. O viceversa. La realidad —o esa parte de la realidad digerida como historia— nos advierte, en cambio, que el espejismo de creer que con lo uno conseguimos lo otro, o que basta elegir la perspectiva correcta para no equivocarnos jamás, no es otra cosa que la garantía de equivocarnos de manera radical e inevitablemente trágica con la mejor de las intenciones. Pensemos, por ejemplo, en la teoría sobre la evolución de las especies enunciada simultáneamente por Charles Darwin y Alfred Russell Wallace. Del rechazo inicial por parte de los que consideraban que tal teoría hundía a los humanos en la más vulgar animalidad pasó a ser aplicada con entusiasmo a los análisis sociales para terminar justificando la supuesta superioridad de unos humanos sobre otros. 

En una de mis clases de idioma avanzado el ejercicio final consiste en que los estudiantes den una presentación sobre el tema que prefieran. Así mido su capacidad de expresarse en un asunto que les apasione con fluidez y dominio de un vocabulario complejo y específico. Es también —mientras revelan algunos de sus intereses más profundos— una buena oportunidad de conocerlos más allá de su capacidad para manejarse con la gramática castellana. El pasado semestre, durante una de aquellas presentaciones finales, una estudiante disertó sobre medicina medieval. Mala época aquella para estar enfermo. Como la estudiante explicó, a los aquejados de alguna enfermedad se les sangraba asumiendo que con la sangre extraída se eliminarían los malos humores. De manera que, encima de la enfermedad que se tratase, se les obsequiaba con un poco de anemia o con alguna infección causada por instrumental no estéril. Y de paso se culpaba al paciente por cometer algún pecado contra el cual no había mejor fármaco que la piedad divina.

Aquella tampoco era una buena época para estar sano. Entre las pobrísimas condiciones higiénicas, la malnutrición crónica y la prevención nula, una epidemia podía arrasar poblaciones completas como ocurrió con la peste bubónica en el siglo XIV. Del puerto italiano de Génova, la enfermedad fue diseminada por pulgas a lomos de las ubicuas ratas por el resto de Europa en cuestión de meses. Se calcula que entre 1347 y 1351 murieron a causa de esa enfermedad unos veinticinco millones de personas. O sea, un tercio de la población de aquellos momentos, lo que equivaldría a 250 millones de muertes teniendo en cuenta la población actual. Frente a calamidades de tales dimensiones, aparte de la precaución más o menos sensata de escapar a sitios no afectados por la plaga, no se encontraba solución mejor que las procesiones piadosas para espantar los malos espíritus, cuando no se perseguía a los judíos, gitanos o cualquier otro sector de la población siempre sospechosa de acarrear los males al devoto mundo cristiano.   

Estas catástrofes ocurrían —como apuntaba mi alumna— en un mundo que había descuidado el progreso científico por verlo como síntoma de arrogante desconfianza de los hombres ante la omnisapiencia de Dios. Los humildes avances científicos hechos en la antigüedad griega y romana fueron marginados bajo la sospecha de paganismo en favor de una concepción espiritual que pretendía controlar los desperfectos del mundo físico. La profesión médica fue descuidada y se pretendía curar las enfermedades sin intentar entender sus causas. En un mundo entregado a la fe los padecimientos solo podían obedecer a algún fallo del espíritu. Si acaso se aceptaba la vieja creencia de que el cuerpo humano estaba compuesto por cuatro elementos —fuego, aire, tierra, y agua— y cualquier falla en su funcionamiento obedecía a un desbalance entre ellos. 

Mientras mi alumna iba desgranando su exposición, yo pensaba en lo que Octavio Paz llamaba “las trampas de la fe”. Y la mayor trampa entre todas es la pretensión de la fe —de cualquier fe, independientemente de que su objeto sea la omnipotencia divina, la salvación del alma, cierto sentido de la historia, la reconstrucción del paraíso terrenal o el triunfo de la justicia social— de ofrecer una comprensión total del universo y una solución universal para cada dificultad. 

Pero si estrafalario y absurdo puede parecerle a la mente contemporánea intentar curar una neumonía con el signo de la cruz, no menos absurda parecerá en el futuro la insistencia actual de ver incluso en las matemáticas una herramienta de opresión. La disertación de mi estudiante sobre el penoso estado de la sanidad medieval me llevaba a reflexionar sobre el peligro de subordinar la infinita curiosidad humana por interrogar al mundo, a cualquier concepción totalizadora sobre este, por ilustrada o justa que nos parezca. La muy humana tentación de arroparnos con ciertas convicciones ante lo desconocido siempre será insuficiente ante la índole rebelde de lo real y hasta de nuestros sueños. 

Pensé, al terminar la presentación de mi alumna, llevar a debate esa vieja oposición entre fe y curiosidad. Retar la actual recaída en las devociones del momento y llevarlos a preguntarse si, en el caso de que un hallazgo científico contraviniera alguno de los principios que hoy se imponen como artículos de fe, debería negársele incluso su derecho a existir o en cambio, permitírsele que entrara a engrosar el arsenal de ideas con que funcionamos. Lamentablemente una clase universitaria no escapa a ciertas normas de lo real y una de ellas es el tiempo de duración. La exposición sobre la medicina medieval se había extendido bastante y todavía quedaban otros estudiantes por presentar sus propios proyectos. De manera que, en lugar de abrir un debate que consumiría un tiempo del que ya no disponíamos, les dirigí una pregunta que sirviera al menos para tantear la temperatura ambiente. ¿En caso de tener que elegir entre la Verdad y el Bien cuál de los dos escogerían? 

Confieso que hice la pregunta sin mucha convicción, dado el ambiente de monasterio que parece reinar en la academia de hoy.

“¡La Verdad!” me respondieron los estudiantes a coro.

“Hay esperanza”, me dije, y pasamos a la siguiente presentación. 


*Publicado en Hispanic Outlook on Education Magazine    

martes, 5 de marzo de 2024

Modales duros en Granada

Este ha sido el post más trabajoso con distancia de este blog pero creo que vale la pena. En cuanto me encontré este reportaje en la colección “El escritor y el mundo” de V.S. Naipaul quise compartirlo solo que no lo encontré en internet ni en inglés ni en español. Así que tuve que hacer screen shots de cada página del artículo como aparecía en el ebook y luego editarlo para que pudiera leerse en este blog. El trinitario Premio Nobel lo escribió a los pocos días de la invasión norteamericana a Granada, iniciada el 25 de octubre de 1983. Dado el nivel de implicación de Cuba en la frustrada revolución granadina el nivel de desinformación que teníamos en la isla al respecto era, previsiblemente, espantoso. Este texto de Naipaul ayuda a rellenarlo de manera bastante eficaz.

El escritor no solo da cuenta del estado de la isla tras la invasión norteamericana sino la secuencia de acciones que la precedieron. Esto es: el ascenso y caída del movimiento revolucionario de la isla y de su líder, Maurice Bishop a quien el escritor le basta referirse justamente como “el Líder”. La presencia cubana apenas aparece como mera escenografía pero basta leer la reconstrucción de Naipaul del proceso revolucionario para ver en ella una caricatura tragicómica de la Revolución cubana. El mismo apoyo esperanzado, las mismas medidas absurdas, las mismas esclerosis. La diferencia estriba -dimensiones aparte- en el carácter menos paranoico y feroz de su líder que entre otras cosas facilitó su caída a manos de una fracción de su propio partido.